Que uno no pueda vivir sin la verdad lo muestra el que los
que la niegan sean incapaces de ser consecuentes hasta el final:
Se cuenta la anécdota
que sucedió estando J.-P. Sartre –el filósofo del absurdo– en petit comité, defendiendo con particular vehemencia,
argumentando con toda suerte de efectismos dialécticos que la verdad no
existía. En esto, una discípula, enardecida por el entusiasmo, exclamó: “¡Qué
gran verdad es esta!”. No deja de ser una esperanzadora respuesta. (p. 30,
edición 1977)
Decir que en la negación de la verdad, o en la afirmación
del error, influyen las pasiones humanas, y en concreto la soberbia, sería hoy
una proposición indecente, casi delito de odio. Y, sin embargo, es fácil ver
hoy que cuanto más desquiciado es un punto de vista –lgtbismo, animalismo,
etc.– con más cabezonería se defiende. Es tan viejo como san Agustín: …et error meus
erat deus meus (p. 133, edición citada).
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