Es este una especie de poema dramático donde una Juana aún
no investida de su misión dialoga con diferentes interlocutores acerca de
cuestiones relacionadas con lo que indica el título, es decir, la virtud
capital del cristianismo. De esas cuestiones, me parece, dos son las más
relevantes, también en extensión. La primera, acerca de la licitud de rezar o
de preocuparse por las almas de los condenados. Juana se siente impelida a ello
por más que su interlocutora le insista en la buena doctrina según la cual ya
los condenados han hecho su elección definitiva y es ociosa toda solicitud por
ellos. La segunda, lo que podríamos llamar el misterio de la huida de los
apóstoles. “Yo nunca le abandonaría”, insiste Juana una y otra vez, mientras
que, una vez más, la otra voz la insta a no
hacer
un Simón Pedro, como hoy se diría, recordando de mil modos lo que es,
también, buena doctrina, es decir, que somos capaces, naturaleza caída, de lo
más abyecto. Se diría, pues, un enfrentamiento entre la virtud desbordada y la
razón teológica, el impulso del corazón metido en cintura por la recta
inteligencia de la verdad revelada.
Desde el punto de vista formal, lo que más sorprende en esta
obra es el estilo repetitivo, insistente, que recuerda mucho al Evangelio según
san Juan, con esas ideas que se repiten una y otra vez con matices o con
variantes, como en una maniobra envolvente para acabar atrapando la verdad.
A raíz de su lectura, volví a escuchar el programa de José Javier Esparza dedicado a Charles Péguy, de su serie Disidentes. Y tendré que revisitar al
autor con alguna otra obra.
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