En todo caso, está claro que lo que es de Rojas es todo aquello que nos presenta
al personaje como un meditador en torno a la verdad o mentira de este mundo, es
decir, todo aquello que le identifica con su re-creador, el novelista “metafísico”
que dicen los críticos. Rojas suele
presentarnos a sus personajes históricos en una situación determinada de su
vida, real o inventada. En este caso, ya moribundo, en conversación con un
obispo, un obispo escéptico en cuanto a la vida eterna, como el San Manuel de Unamuno. Mientras que Azaña, el Azaña
personaje, repite hasta la saciedad que en lo que no cree es en esta vida, lo que hace que el obispo se
resista a absolverle. En fin, Carlos
Rojas.
Y, como de costumbre en el autor, el trance en cuestión se
simultanea con una panorámica de los hechos históricos. Azaña conversa, en
largas analepsis, con diversos políticos e intelectuales de su tiempo, y aquí,
claro, es donde probablemente se sitúen esos plagios de los diarios del ex presidente de la República, no
sabemos hasta qué punto alterados o respetados por el de Emory.
Al parecer la novela se vendió bastante; era un premio
Planeta, al fin y al cabo. Lo que no sé es cuántos de los que la adquirieron la
leyeron hasta el final. La impresión, en efecto, es de una obra repetitiva, no
solo porque se repitan una y otra vez las citadas ideas de Azaña y el obispo
sobre esta vida y la otra, o el olvido por parte de “Azaña” del nombre de la
república de la que fue presidente, efectos estos tal vez buscados por el
autor, sino porque las miradas al pasado no parece que hagan avanzar la trama
en ningún sentido. En todo caso, la calidad de la escritura de Rojas te mantiene el libro en las
manos.
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