20 julio 2011
Poeta en Nueva York
Si García Lorca hubiera sido papa en funciones durante una semana y vivido el horario de trabajo de Pío XI, al octavo día habría salido corriendo a su casa para abrazar a su muñeca pepona. Pero al señorito Federico le resultaba muy divertido hacer versos sobre los anillos y las columnas y jugar al cristiano escandalizado, ¡oh!, ¡ah!, porque el papa no baja, como el padre Damián, a la leprosería, como seguramente hizo él mismo, Federico, aquel santo que dormía en las chabolas. Bien, ya hemos ajustado cuentas con la gran chorrada del "Grito hacia Roma". ¿Qué decir del resto? Refleja un mundo interior de enorme riqueza imaginativa, no cabe duda. Sin embargo, últimamente me cansa jugar a las adivinanzas en literatura. Por supuesto, no pienso que estos poemas hayan sido concebidos como una charada donde cada imagen hace referencia a un objeto real. Como siempre, si hubiera podido decirlo mejor de otra manera, lo habría hecho. Pero es agotador seguir hasta el final un discurso con el que no sintonizas. Este lenguaje surreal me recuerda, claro, a Aleixandre, pero a este lo aguanto... digo, no sólo lo aguanto, sino que me resulta fascinante a pesar de su oscuridad, por ese modo suyo de traslucir una naturaleza sin pecado, esa mirada extasiada ante el sexto día de la creación, por así decirlo. Por el contrario, la mirada enferma de Lorca no me seduce nada y a ratos me recuerda unos ripios infantiles o las ocurrencias de un chiflado. Que algo le ocurrió a este hombre en Nueva York, algo decisivo, me parece claro. En todo caso, no cabe duda de que este poemario aporta una nota más de variedad dentro de su estimable producción.
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