Cuando educamos a nuestros alumnos o a nuestros hijos como consumidores de valores, no estamos estimulando su actividad, sino su pasividad. De aquí que buena parte de la educación ética que reciben nuestros alumnos en las escuelas no tienda a formar su conducta, sino a movilizar sus emociones. Si echamos una mirada rápida a los materiales didácticos más comunes de las clases de ética, comprobremos hasta qué punto lo que se pretende es, básicamente, estimular la "indignación moral" en los alumnos en lugar de la acción positiva. Pero no educamos moralmente por el hecho de escandalizarnos por la conducta de un personaje en una película o conmovernos por la maldad ajena en un documental, ni fomentando debates en los que pugnamos por demostrar nuestra sensibilidad ante los males del mundo, ni decorando la escuela con murales con imágenes sangrantes de las desgracias ajenas. Aunque la "indignación moral" puede ser útil en determinadas circunstancias y en pequeñas dosis, por su misma naturaleza fomenta más la hipocresía sentimental que la acción virtuosa.
Gregorio Luri, profeta, en La escuela contra el mundo
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