07 abril 2011

Dolabella


Antonio Prieto, está claro, no se conforma con una visión superficial del arte narrativo. Su palabra trata siempre de penetrar hasta la última motivación, el último movimiento del alma. Es la suya una narración interiorista, y de sorprendente belleza.

Su afición a la Roma clásica le hace tener un concepto pagano del amor. Nada de compromisos firmados, nada de hijos. Y eso hace que la relación entre la voz narrativa y Dolabella tenga un final tan amargo, tan de retirada a tiempo. Ese parece ser el sentido de la ruptura llevada a cabo por la amante: quizá debamos acabar esto en el mejor de sus momentos, para conservar un buen recuerdo. Pero todo acaba diluido en el vacío, en el absurdo.

Es audaz Prieto al plantear en su obra una correspondencia, un cóctel entre el amor al estilo ovidiano (o properciano, pues es Propercio el mentor amoroso de nuestro protagonista) y la peripecia histórica de la transición española. Ahí tenemos a nuestro hombre, dividido entre su papel de cronista de Lot (nombre de Felipe González en la ficción de Prieto) y su papel de amante a la romana, haciendo ceder siempre el segundo a favor del primero. Desconozco si el novelista ha querido sacar alguna conclusión de esta mezcolanza, pero me es difícil imaginar dos mundos tan distintos, quizá porque todo lo relacionado con el Partido Socialista Obrero Español me ha resultado siempre atrozmente vulgar.

Nota redactada en marzo del 2002

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