Unamuno debía de escribir una novela cada vez que le surgía una obsesión. En esta época (1902) esa obsesión debía de ser el cientifismo. Creo que la gente de esa generación eran, en verdad, auténticos Apolodoros, víctimas de la sobrevaloración que de la ciencia hicieron sus padres. Lejos de haber exageración, lo que hay en esta novela es la tipificación de dos espíritus, de dos zeitgeist sucesivos. Los cientifistas del XIX, con su consideración de la religión como fetichismo (tal hace don Avito) dejaron a sus hijos sin asidero cuando acabaron dándose cuenta de que la sacrosanta ciencia no satisfacía la inquietud de sus corazones. En el caso de la generación del 98 el suicidio es sustituido por la abulia y, en Miguel de Unamuno, por la agonía. Quizá Apolodoro no hubiera muerto si su creador hubiese acuñado ya, en 1902, este concepto. Para ello nació don Manuel Bueno, mártir de una religión que hubo de inventar Unamuno para sustituir a la que él veía como esa Marina pasiva y siempre sumida en el sueño.
Sigue sin parecerme Unamuno un gran novelista. No, no fue un error, como él se pregunta en el prólogo, escribir esta obra. Acabo de dejarlo claro. Pero es un ensayo. ¿Dónde están los caracteres? Me convencen mucho más, en este aspecto, los sabios vanidosos que pinta Clarín. Le faltaba paciencia a Unamuno para escribir y acabó conformándose con esbozos. Lo que hubiera hecho Cervantes con el planteamiento de Amor y pedagogía...
Nota redactada en septiembre del 2000.
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