La muerte, sin ir más lejos, enseña mucho. A su padre,
cuando muere la abuela (su madre) le da por quedarse a velarla por la noche:
“Se había olvidado de que éramos ateos de la pena y de los nervios”. Queda
meridianamente claro que el abandono de la religión no es fruto de una
reflexión consciente, sino de una vida que fue poco a poco abandonando la
práctica religiosa. Es fácil ver, para quien piense con serenidad, que la
religión cristiana es mucho más racional que las chatas ideologías que tratan
de imponer hogaño. Lo mejor del libro, de hecho, es esa apuesta por la familia
y por la diversidad entre hombre y mujer que está en su base:
…que nuestros padres no podrían ser jamás llamados hombres
deconstruidos, pero que cocinaban y limpiaban y trabajaban y cuidaban más y
mejor y tenían las cosas más claras que los niños disgenésicos que salían en el
Tinder.
Y alguna otra perla que traeré en días sucesivos. Por
cierto, algo que me incomodó un tanto fue comprobar que cuando se refería a “sus
padres” se trataba de mi generación, porque inconscientemente tendía yo a
pensar en los míos, cuya generación es ya la de los abuelos de ella. En fin. No
me resisto tampoco a reproducir este diagnóstico inmisericorde:
…un mundo que se parece cada vez más a una competición de plañideras.
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