Sobre esto último, llama la atención cómo don Aquilino era partidario de una unidad
hispánica, partiendo simbólicamente de la base de que la Península Ibérica es
una cabeza (cabeza de Europa) cuyo cráneo es España y Portugal su rostro. Por
lo mismo, insiste, siguiendo a Unamuno,
en que todo español culto debería tender a conocer lo mejor posible todas las
lenguas peninsulares. Destaca también cómo Camoens
hablaba de sí como un español (“gente muy brava de España”, o algo así, eran
los portugueses según un verso de los Lusíadas),
pero cuidaba de distinguirse de los castellanos, con los que Portugal entraría
en conflicto al poco de la muerte del poeta. Poeta que lo fue también en
castellano, por cierto.
Dentro de esa elegancia de estilo que antes señalaba, entra
esa ironía muy característica de Duque,
ornada con una creatividad verbal que envuelve en plata sus críticas más
mordaces. Me refiero a expresiones como las “minorías abyectas”, los “listos
útiles”, el “fascismo ilustrado”, o la que prefiero sobre todas, “la censura
del sector privado”: una censura que ha funcionado a pleno rendimiento contra
ciertos sectores ideológicos desde el fin del franquismo y a la que, merced a
su buen desempeño, ha llegado la hora de extenderse al sector público, como
bien pudo experimentar el propio Aquilino
Duque en sus últimos años.
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