No sé si habrá que ser japonés para entender esta novela, o será que no hay más que entender que lo que está ahí. A Etsuko se le suicida su hija mayor y eso le hace recordar a una mujer que conoció poco después de la guerra, y que tiene una hija pequeña traumatizada a su vez por una muerte que contempló: la de un bebé ahogado por su propia madre. En el fondo de estos traumas parece hallarse uno de orden colectivo: el del paso de una cultura tradicional japonesa a otra de tipo occidental. Sachiko tiene un amante inglés, y en Inglaterra vive ahora Etsuko, pero ambas pisan tatami durante toda la novela. Mariko, la niña, parece una víctima de los modos liberados de su madre, y el suicidio de Keiko lo adivinamos no muy ajeno a este desgarro cultural... La propia Etsuko parece perpleja, como asno de Buridán ante esta crisis.
Me parece reencontrar, pues, al Ishiguro finamente crítico que he conocido en Nunca me abandones. Como los clones de esa novela, las mujeres de Pálida luz en las colinas son seres tremendamente humanos situados en un contexto deshumanizante creado por sus propios congéneres, del que sólo son conscientes a medias y ante el que no saben cómo empezar a reaccionar.
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