Como prueba, por así decirlo, de su indiferencia erótica, y en cierto modo como una coartada moral, aunque insensata, llevó sus pesquisas comerciales hasta los locales del amor homosexual, locales que hasta entonces había rehuido temerosamente. No obstante, tenía la sensación de que quizá le llevaba a estos locales otro motivo. Cuanto allí sucedía debía en pura lógica haberle dejado indiferente, y en cambio era curioso el horror que experimentaba al ver bailar juntos a dos hombres mejilla con mejilla. No podía evitar recordar siempre la primera vez que estuvo en uno de esos antros inmundos, y cómo él, un muchacho a quien habían echado a rodar por el mundo sin que apenas hubiera conocido a su madre, sintió terribles deseos de huir y refugiarse junto a ella cuando vio por primera vez a un invertido, vestido con largo traje de seda y corpiño, que cantaba con voz de falsete canciones obscenas. Cuando ahora volvía a ver semejante porquería y se tragaba las náuseas que le provocaba la visión de estos homosexuales, pensaba que mamá Hentjen, aquella zorra, podría realmente comprender cuán poca diversión le proporcionaban sus gestiones comerciales.
(En Hermann Broch, Esch o la anarquía)
N. b.: el título de la entrada es mío.
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