15 julio 2010
El sol de Breda
Breda (o Bredá, según Calderón y Quevedo) ha quedado, gracias a Velázquez, inmortalizada como monumento a las armas españolas. Fue una de las últimas victorias de un imperio marcado ya, desde la Invencible, por el signo de la decadencia. El divorcio entre los gobernantes y los súbditos es señal clara de que las cosas empiezan a ir mal en una nación, sobre todo en una nación concebida como empresa, tal fue la España del mil quinientos. El mérito fundamental de esta narración de Pérez-Reverte (cuya lectura se parece tanto a la felicidad, como decían de La isla del tesoro) está en darnos esa imagen viva de una virtud, la de los soldados españoles, puesta al servicio de nada, tal era la condición de la monarquía española en los años de los Felipes menores. Los tercios de Flandes se batían, y se batían hasta el fin, contra toda esperanza, por puro pundonor, pues ese era su oficio, y un español de la época lo hubiera aventurado todo, incluso el alma, por el honor personal y colectivo. "Qué buen vasallo..." Si no se hubiera hecho tan tópico, Pérez-Reverte podría haber puesto el verso cidiano como lema de esta tercera entrega del capitán Alatriste, justa reivindicación de unos hombres que encarnaron cono nadie el mester de guerrero, con toda su barbarie y su grandeza.
Nota redactada en enero de 1999
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