14 julio 2010

Paulina Crusat

es de esa especie de artistas que, cuando dormitan, lo hacen por exceso. Pasajes como este le dejan a uno perplejo.

La blanca polvareda que cubría su piel impecable y difunta no podía decirse si la había depositado allí la borla o el tiempo. El "matinée" almidonado aleteaba y los hechizos bastante descotados que lo abultaban parecían mantener su triste redondez, no con sangre y carne, sino con aserrín. Con su plumaje ceniciento y rubio, sus ojos de cristal turbio, más que una muñeca desenterrada parecía un pájaro, preparado en su día con esmero, apolillado ahora sobre su pedestal. A su lado, la butaca de ébano y raso celeste, hermana tropical, igualmente marchita. Encima de la chimenea, un papagayo, nominalmente blanco y amarillo, y una grulla de cuello cobrizo, triste y arenosa como una aurora en el desierto. Luego entraba renqueando el tío Félix, cadáver también, pero humano, porque su rugosa negrura era la de una momia y el perfume a alcanfor quedaba vencido por el del tabaco frío y varias drogas aromáticas. Por debajo de las drogas, el aliento de la desintegración orgánica pugnaba por abrirse paso, insolente. Y cuando tío Félix se sentaba en su trono ritual, los cachivaches de la vitrina cobraban sentido y entendía una que eran amuletos y objetos familiares del embalsamado, depositados según precepto en la cueva mortuoria.

(En Las ocas blancas)

__