La democracia (por lo menos, esta que conozco) necesita tocar de vez en cuando la trompeta delante de sí para que vean su virtud. Por ejemplo, prohibiendo el burka, cosa que maldita falta hace, porque yo, al menos, nunca he visto un fantasmón de esa especie paseando por mi barrio, y no es por falta de "sectarios de Mahoma", como decían los clásicos.
Un burka, en Occidente, no pasa de ser una carnavalada. Tenía razón, esta vez, el portadista de El Jueves, cuando traía a una mujer talibán ataviada de Spiderman y exclamando: "¡A ver si nos dejan en paz!". Creo que el carnaval, esa fiesta considerada obsoleta por Gustavo Adolfo Bécquer, fue prohibida en los 40 por los mismos motivos que ahora se aducen para el burka: la necesidad de hallarse siempre identificado, por seguridad ciudadana. En aquella posguerra la medida era de todo punto comprensible.
Aquí no pasa nada si alborotas el patio una noche de febrero bajo un sudario haraposo (Bécquer, de nuevo). Lo que no puedes es entrar en el Lidl envuelta en un burka. Lo encuentro razonable, aunque no deja de ser un atuendo bastante engorroso para un atracador. Pero, ¿quién se acuerda de la anciana que se topa a la vuelta de la esquina con un frankenstein con tutu? Cosas de la ética democrática.
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