Pues, señor, es el caso que don Lucas, el indiano, vuelve a su pueblo a tomar pacífica posesión de la plaza. Sí, porque todos los pueblos tienen su plaza, y sólo una, de indiano. ¿Y ahora, qué? Porque una vez que uno ha hecho ya su fortuna, que el sentido de su vida ya se ha colmado, ustedes me dirán qué pinta uno en este mundo. Y esa es la clave, me parece, de esta novela: el aburrimiento. Aquí Zunzunegui ha elegido el tratamiento humorístico del asunto, con un humor a tono (a Tono, je) con el que estilaban Mihura, Jardiel o Tono. Un humor ilógico, disparatado: "travaillons sans raisoner; c´est le seul moyen de rendre la vie supportable", pone como lema, con palabras de Voltaire en el Cándido.
Lo que sorprende (y desagrada, a mí al menos) al lector es que el disparate empieza tarde. Durante la mayor parte de la narración lo que tenemos es un tono de comedia, sin mayores sorpresas. Pero en un momento dado la úlcera de don Lucas cobra vida y el indiano comienza a dialogar con ella y a tratarla como una mascota o incluso como a un nieto, en lo que es una sátira aguda de las vanidades humanas, pero que desconcierta porque no era ese el juego al que jugábamos hasta entonces. En todo caso, ya digo, está bien traída la sátira, tanto de ese aburrimiento que suele llegar en la edad tercera, que le dicen, como de la vanidad que le lleva a uno a presumir hasta de sus debilidades o sus males físicos. Pase, pues.
Nota redactada en febrero de 2005.
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