La cara de niña traviesa que exhibe Imma Monsó en la solapa de su primera novela no deja de ser un colofón apropiado. Porque después de habernos metido en unos abismos psicológico-existenciales de cuidado, el quiebro final -que nos revela quién es el auténtico narrador- le deja a uno de una pieza y con la cara de bobo de quien es víctima de una broma inesperada y de buen gusto. Es muy de nuestra época eso de no tomarse en serio las preguntas últimas al tiempo que se reconoce que están ahí. Sólo que en el caso de Imma Monsó eso no significa frivolidad sino, sencillamente, buen humor. El humor está, además, no sólo al final sino que recorre toda la obra. La trama está montada con sabiduría y es también un jugueteo con el lector: al terminar el segundo capítulo -son cinco- lo que parecía el tema principal desaparece del mapa del modo más desconcertante. Sabemos que, de un modo u otro, volverá a aparecer, pero el misterio de su ligazón con el resto de la historia es lo que mantiene el suspense. A partir de cierto momento, todo se va desvelando de modo inexorable, pero manteniendo el tono ligero y burlón en el fondo, propio de la persona sin principios que dice haber escrito la historia de Franz -y la suya- quizá manipulándola tanto como manipuló su vida. Pero, con semejante final, ¿quién sabe lo que es verdad y lo que no?
Nota redactada en agosto de 1999.