El cándido terror con que se ha recibido el anuncio de ETA de “abrir todos los frentes” sólo halla parangón en el cándido gozo que provocó su famoso alto el fuego permanente. Se nos vendió ese alto el fuego como una victoria, o como una paz en ciernes, cuando el hecho es que la banda simplemente respondió a la bandera blanca alzada desde el otro lado. La petición de parlamentar es el primer indicio de rendición; es un síntoma de debilidad, y lo normal es acceder al ruego del enemigo y dejar de disparar. Si las condiciones de este no satisfacen, pues se reanudan las hostilidades. Y eso es lo que ha sucedido en España en el último año y medio, ni más ni menos. El auténtico alto el fuego ha sido el del Estado, cuando este se ha puesto en manos de una facción deseosa de reducir a la nada a sus adversarios políticos. La ETA no se ha movido un milímetro en sus aspiraciones, salvo quizá para aceptar plazos. Tengo dicho en todos los foros posibles que la única tregua que quiero de los etarras es que se pongan a trabajar como personas honradas mientras declaran su intención de vivir mil vidas, si las tuvieran, para reparar las que quitaron.
En los corrillos mediáticos se escuchan ahora voces que claman, de nuevo, por la unidad de los demócratas. Una vez más, la palabra mágica. Pero me pregunto qué poder de fascinación le queda ya cuando uno de esos demócratas ha mostrado hasta dónde es capaz de llegar con tal de aplastar al otro. “No podemos poner al mismo nivel moral al gobierno y a la ETA”, “unos demócratas no deben pasar factura a otros”... Pues bien, me da igual la vitola con que se adornen: lo que yo he vivido en los últimos años en mi patria es la entente de un gobierno con una banda terrorista, a espaldas del clamor de quienes han sufrido su zarpazo. Y eso tiene un nombre que no es el de error. Lo demás es beatería democrática, pura superstición política.
(El Manifiesto)
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