Ayn Rand era una vitalista, al menos en la época en que escribió esta novela. Y, como otros, pensaba, vaya usted a saber por qué, que la creencia en Dios ahogaba la vida. “Los que vivimos” son aquí los que, por encima de compromisos ideológicos y de religiones, ponen el norte en la consecución de la propia felicidad, sin más. En esta novela, claro, quien sale perdiendo no es mayormente la religión, casi inexistente a lo largo de sus quinientas páginas, sino la ideología, en concreto el comunismo, con su omnipresencia agobiante en la vida de todos. Sale perdiendo, quiero decir, en el sentido de ser el malo, el antagonista. Lo es por su afán de planificar la vida de todo un pueblo, impidiéndole así desarrollarse libremente. De hecho, la sensación de asfixia llega a notarla el que lee, y comprende la decisión final de Kira de huir al extranjero cueste lo que cueste. Le costará la vida, pero habrá valido la pena.
Uno se pregunta hasta qué punto este vivir por vivir sirve para dar plenitud a una existencia. Se lo pregunta retóricamente, claro. La verdad es que estamos ante un personaje falso, no porque esté mal perfilado (al contrario, es tremendamente coherente), sino porque no es creíble esa sonrisa final cuando la nada va a ser la única recompensa a tus esfuerzos. En ese supuesto, es más plausible la conducta de los trepadores, Pavel Syerov o Morozov. ¿Ellos no vivieron, y mucho mejor?
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