31 mayo 2010
La casa de los siete tejados
Lo que más me sorprende de Nathaniel Hawthorne (al menos, en esta novela) es el cinismo con que trata a sus personajes al tiempo que los pinta (los esculpe, casi) tan primorosamente. Lo normal es que un novelista que crea caracteres profundos se encariñe con ellos, sean buenos o malos, y que un creador de títeres de cachiporra los trate así, a porrazos. Sin embargo, en uno de los episodios más dramáticos de La casa..., aquel en que Clifford descubre muerto al juez Pyncheon y le acomete un muy razonable pánico, hasta el punto de que Hepzibah y él sólo saben vagar sin rumbo, en ese momento Hawthorne se permite una audaz elipsis (nunca nos dice directamente que Pyncheon ha muerto) y una ironía sangrante dirigida a su propio personaje, cadáver en la silla.
Pero no deja de ser también una especie de broma el que esta gran novela psicológica venga envuelta en un formato de novela gótica o folletín. Cuando te acercas esperando encontrar algo de eso, te extrañas de lo que tarda en arrancar, al tiempo que te va seduciendo el arte del autor, hasta que caes en la cuenta de que a Hawthorne no le interesa arrancar nada sino trazar una excepcional pintura de almas.
Nota redactada en noviembre del 2009
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