(Aunque lo parezca, no es una crónica del año 2010)
Llovía a manta, llovía en ráfagas, a cántaros, mansamente, dulcemente, tibiamente, pero también llovía, a veces, con bravura tropical, con iracundia antillana, con chaparrones que eran como latigazos de carretero, como arengas malsonantes de un buen sargento, como goterones, como salivazos, como boinas, como ostras de Arcade, y con tan delicada menudencia como cuando riega geráneos, allá en el séptimo cielo, una chica guapa; llovía con prisa, jarreaba de lo lindo y también a paso de buey, y ratos llovía con aquella beatitud que distingue en los urinarios a los poetas líricos, a los diputados de la Ceda y a los borrachos empedernidos. Llovía malva y violeta, azul y rojo, acero y negro, llovía con la vejiga de Juan Ramón y con la ibérica vejiga de Valle-Inclán y también con la vejiguilla de Rafaelito Alberti...
Llovía de verdad, sin descanso, por la mañana y por la noche, al mediodía y a la tardada, al amanecer y al tramonto, dale que te pego, sin pausa, sin respiro, lo mismo a la hora de maitines que a la de vísperas, igual al toque de diana que al de oración, chipi chapa, chipi chapa, pero llovía alegremente, como si sólo se tratara de aliviar el suelo de polvo y dejarlo tierno y limpio en honor de los que tenían que llegar...
Rafael García Serrano, La paz dura quince días
__