22 marzo 2010

Hermosos frutos

(Y yo que pensaba que no tenía nada que decir de Delibes, y va el editor de La villa, de Cuéllar, y me pide un artículo. Bueno, pues lo inserto aquí, como primicia, je, ya que la revista no tiene edición digital.)


En esa mañana de marzo en que nos dijo adiós, Miguel Delibes podría haberse apropiado, con satisfacción, aquel versículo de la Biblia que todo hombre quisiera merecer como epitafio: “como vid retoñé con gracia, y mis flores son frutos hermosos y ricos”. Frutos que se llaman, en su caso, Miguel, Ángeles, Germán, Elisa, Juan, Adolfo y Camino. Pero también La hoja roja, Las ratas, Señora de rojo sobre fondo gris, Diario de un cazador, Cinco horas con Mario, Los santos inocentes, etc. etc.

En el lejano primero de BUP, una joven profesora que reemplazaba aquel año al padre director nos propuso una actividad entonces no tan usual como ahora en los colegios, cual era leer un libro enterito. Se titulaba El camino: una novela de lectura fácil, con personajes sencillos, que trataba de un niño de once años al que, contra su voluntad, le llevaban a estudiar a la ciudad, lejos de su pueblo y de sus amigos. Tal vez en aquel momento sólo nos fijamos en las anécdotas entrañables, los tipos populares y el entorno natural en que la novela se desarrolla. Pero en El camino late un intenso drama humano, pues toda la novela gira en torno al punto en que Daniel supo “lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto”, que es como decir el descubrimiento de la vecindad de la vida y la muerte: la cuna y la sepultura, que hubiera dicho Quevedo, o la sombra alargada del ciprés. El fin de la inocencia:

Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa lo asfixiaba.

Mucho más tarde conocí La sombra del ciprés es alargada, y ahora pienso que El camino pudo ser una versión corregida de aquella, más de acuerdo a los gustos y la personalidad de nuestro novelista. Aunque le dieron el premio Nadal, La sombra del ciprés fue siempre repudiada por Delibes como algo falso, ajeno a su espíritu, por lo que respecta al lenguaje, quiero decir: «En El camino me despojé por primera vez de lo postizo y salí a cuerpo limpio». Siempre me pareció injusta esta apreciación de don Miguel sobre su primera novela, que me parece bastante buena. Pero lo cierto es que Delibes se halla más a gusto en la sencillez, en lo naïf, podríamos decir. A partir de El camino ya no abandonará esa llaneza meseteña que le caracteriza como escritor y que no es superficialidad sino una manera de presentar los hechos, dejando que sea el lector quien reflexione.

Hay también en El camino algo que no está en La sombra... y que será una constante en Delibes: la defensa de la vida natural frente a un progreso que es sólo material y que obra en contra de lo humano. Así sucede con Cecilio Rubes, el empresario de Mi idolatrado hijo Sisí, constructor de bañeras y enemigo de los niños, que cuando se decide a tener un hijo, uno solo, lo trata como a una mascota, cubriéndolo de mimos y a la postre destruyéndolo como persona. El autor dedicó esta novela a sus siete hermanos, “en la confianza de que ocho hermanos unidos pueden conquistar el mundo". Los reaccionarios son siempre en Delibes los egoístas, los enemigos de la vida. Mientras que el liberal Mario, de Cinco horas..., le reprochará a su mujer: “no seamos mezquinos con Dios...”, cuando ella se empeña en no usar del matrimonio sino en los “días buenos”, es decir, los infértiles.

Los protagonistas de Delibes suelen ser las víctimas de esa idolatría del progreso. Seres inocentes cuyas taras son como zarpazos de aquella maldad original, que ellos parecen expiar crísticamente en sus personas. Así el retrasado Azarías, el hipersensible Pacífico Pérez, el superdotado Nini, el depresivo Mario o el viejo Eloy con su sentimiento de soledad. A ellos se refería justamente el novelista en su discurso de ingreso en la Real Academia, publicado más tarde con el título Un mundo que agoniza:

Mis personajes no son, pues, asociales ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineluctablemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles. Y aunque un día llegue a ofrecerles un poco de piedad organizada, una ayuda –no ya en cuanto semejantes sino en cuanto perturbadores de su plácida digestión- siempre estará ausente de ella el calor.

Por el contrario, la caza parece en Delibes el ámbito de lo natural, donde no reina el egoísmo ni la simulación sino la camaradería y la amistad. Sabido es que el propio escritor fue un practicante asiduo y experto de esta actividad, ligada en él al aprecio por el campo castellano, al que dedicó ensayos y artículos. Y por eso también, el Diario de un cazador pasa por ser la obra más optimista de un hombre inclinado por lo general al pesimismo. El contacto con la naturaleza le hace a Lorenzo inmune, hasta cierto punto, a los egoísmos y a los afanes del mundo moderno.

Claro que incluso eso puede prostituirse, y así lo vemos en una de las novelas más sombrías de nuestro autor, Las ratas, cuyo título (Delibes tenía un particular duende para los títulos) ya indica el punto de degeneración a que ha llegado el hombre abandonado por sus semejantes. En su modestia habitual, Delibes la consideraba como una pura novela de denuncia social, donde decía lo que no le dejaban decir en la prensa. Y sin duda lo es. Pero sus personajes, me refiero al tío Ratero y al Nini, poseen un extraño magnetismo, uno en su degradación y el otro en su persona casi angelical. Una especie de inocencia original surgida del extremo del vicio, que da lugar a múltiples interrogantes y que, creo, no ha sido atendida debidamente.

Cinco horas con Mario es también una obra muy peculiar. Rara vez encontremos a un protagonista definido como a través de las sombras, ya que se encuentra de cuerpo presente durante todo el relato. Los reproches que una atormentada viuda le dirige durante las cinco horas del velatorio permiten dibujar un perfil muy nítido del personaje, haciendo abstracción de los prejuicios de ella. Y, retomando lo que apuntábamos antes, se diría un Cristo yacente ante el cual una facunda magdalena acaba desahogando su culpa escondida... Claro que lecturas hay para todos los gustos, y hay quien hace de Mario un despreocupado que margina sus deberes conyugales por atender a sus ideas filantrópicas. Y no voy a negarlo del todo. Pero lo sugestivo de esta novela es cómo el autor vuelve a apuntarse un tanto literario sin apearse de un lenguaje a ras de pueblo, casi como captado con grabadora en un velatorio de verdad, lo que contrasta con otros experimentos contemporáneos en la misma línea.

Mario podía haber sido el propio Delibes, pero por suerte no se casó con Menchu sino con Ángeles de Castro, “mi equilibrio” (¡siempre tan castellanamente sobrio!). A ella, prematuramente fallecida, va dedicada Señora de rojo sobre fondo gris, a mi juicio su obra maestra. Si no fue la última cronológicamente, sí podría serlo desde un punto de vista espiritual, porque en ella se resuelven todos los pesimismos, vencidos por el amor. Como Miguel Hernández de su hijo, Delibes podría haber dicho de su mujer: “tu risa me pone alas”.

Pero no quiero dejar de mencionar dos novelas que, aunque muy diferentes entre sí, están unidas por la misma motivación. Me refiero a Parábola del náufrago y El hereje. La primera tal vez sea la más extraña de Delibes por su estilo, un tributo (¿o parodia?) a la moda experimental del momento (los años 60), y se encuadra en esa tradición que va de Metrópolis de Fritz Lang a 1984 de Orwell: una denuncia de la despersonalización promovida desde el poder. La segunda es una novela histórica (con perdón del propio autor) y de técnica tradicional, ambientada en el Valladolid del siglo XVI y considerada como un postrer homenaje a su ciudad de siempre. Ambas obras obedecen, digo, al mismo impulso: el rechazo que sentía Delibes ante toda forma de extorsión de las conciencias.

Fue este empeño a favor de lo esencial humano, unido a una conducta personal tan coherente como alejada de toda estridencia y toda consigna, lo que abarrotó la Catedral de Valladolid el día de su funeral. Una niña puso en el libro de condolencias: “aunque te hayas muerto, sigue escribiendo”. Lo hará, aunque de otro modo, en esa continuación de su vida para la que, según declaró su propia familia, hacía tiempo que se preparaba.

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