Una de las ideas más afortunadas de C. S. Lewis era esta: el diablo manda los errores de dos en dos, para que, tratando de apartarnos de uno, caigamos en su opuesto. A raíz del asunto de los crucifijos escolares, he oído a alguno decir que, si queríamos Estado laico, ahí lo tenemos, y de qué nos quejamos. O laicismo o Estado confesional.
Y no. No nos debatimos en una dicotomía. Defender la aconfesionalidad no es caer en el laicismo. Abogar por la presencia de lo cristiano en la vida pública no es caer en el confesionalismo. Son tres las posiciones en juego, y lo que no acaban de entender unos y otros es la naturaleza de la tercera, la que los eclesiásticos suelen llamar laicidad positiva o sana laicidad y a la que, en el fondo, le sobran los adjetivos, porque la laicidad no connota nada negativo ni enfermo. Sencillamente habla de garantía del libre ejercicio de las creencias de cada cual.
En el fondo, tanto los confesionalistas como los laicistas están en el mismo bando, en ese aspecto: Para unos, la libertad niega la verdad, y hacen del relativismo norma vinculante; para otros, la verdad tiene derechos que pasan por encima de la libertad. La armonía entre ambos conceptos es aún un misterio para todos ellos. Benedicto XVI hablaba así de la cuestión, tal vez la fundamental de nuestro tiempo:
Si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad derivada de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre debe hacerla suya sólo mediante un proceso de convicción. Con el decreto sobre la libertad religiosa, el Concilio Vaticano II, reconociendo y asumiendo como propio un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia.
Y ello aparte de que la presencia del crucifijo en el aula sea compatible con la aconfesionalidad, o con la laicidad, o como queramos llamarlo. Lo cual es perfectamente opinable.
Y no. No nos debatimos en una dicotomía. Defender la aconfesionalidad no es caer en el laicismo. Abogar por la presencia de lo cristiano en la vida pública no es caer en el confesionalismo. Son tres las posiciones en juego, y lo que no acaban de entender unos y otros es la naturaleza de la tercera, la que los eclesiásticos suelen llamar laicidad positiva o sana laicidad y a la que, en el fondo, le sobran los adjetivos, porque la laicidad no connota nada negativo ni enfermo. Sencillamente habla de garantía del libre ejercicio de las creencias de cada cual.
En el fondo, tanto los confesionalistas como los laicistas están en el mismo bando, en ese aspecto: Para unos, la libertad niega la verdad, y hacen del relativismo norma vinculante; para otros, la verdad tiene derechos que pasan por encima de la libertad. La armonía entre ambos conceptos es aún un misterio para todos ellos. Benedicto XVI hablaba así de la cuestión, tal vez la fundamental de nuestro tiempo:
Si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad derivada de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre debe hacerla suya sólo mediante un proceso de convicción. Con el decreto sobre la libertad religiosa, el Concilio Vaticano II, reconociendo y asumiendo como propio un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia.
Y ello aparte de que la presencia del crucifijo en el aula sea compatible con la aconfesionalidad, o con la laicidad, o como queramos llamarlo. Lo cual es perfectamente opinable.