17 diciembre 2008

El condenado por desconfiado


Uno de los grandes méritos de nuestros dramaturgos del Siglo de Oro (uno, entre tantos) es el saber dotar de vida humana a conceptos abstractos. Obviamente, ni Paulo ni Enrico son caracteres creíbles; no son ni siquiera tipos. Son encarnación de meras posibilidades teóricas, de casos imaginados por una mente calenturienta que plantease a su catequista más y más dificultades. Enrico es un dechado de presunción: una y otra vez desprecia a Dios a la vez que confía en su misericordia; Paulo es demasiado crédulo, se deja engañar por el demonio y no parece haber entendido nada de la misericordia divina. Y sin embargo, hay vida en ellos, vida y patetismo, y nos emocionamos con la redención de Enrico a la par que lloramos la condenación de Paulo. La magia de la palabra y el verso vivifica lo que en sí no es más que una ilustración de la doctrina católica, teología en escena, compuesta sin duda para combatir la tesis de la predestinación, tan de moda en aquella época por mor del protestantismo. Y son las palabras de Anareto, al final de la obra, el clímax de la misma: su hondura teológica corre pareja con su belleza y su emoción, aumentada esta por el hecho de tratarse de un padre anciano dirigiéndose a su hijo en trance de muerte. Fue la contribución del teatro a una polémica en la que se hallaba en juego lo único importante para el ser humano, su destino eterno.

Nota redactada en noviembre de 1998. El autor de la obra comentada es Tirso de Molina.

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