Una de las cosas más difíciles en una novela, creo, y la que pone a prueba la valía del novelista, es la pintura de caracteres. Si los personajes no son peleles, si vemos en ellos una personalidad propia, la novela es valiosa. Y es precisamente este punto el que Álvaro Pombo supera con sobresaliente. Hay muy poca acción en Donde las mujeres, la trama consiste en ir desvelando, poco a poco, un pasado con más pena que gloria, y que no es diferente del de muchas familias. Pero la sutileza con que Pombo va dibujando, paso a paso, unas almas, causa respeto, y más cuanto que nos las disecciona, a veces, desde diferentes puntos de vista, como es el caso del complejo Fernando, el padre legal de la narradora. Ya el retrato que de él nos traza su esposa es de tremenda grandeza, pero queda conpletado por lo que de él dicen las hijas o la tía. Lo que fue la relación conyugal de Fernando y su esposa puede pasar, también, a las antologías. Pienso que si todos nosotros pudiéramos describir nuestras relaciones humanas con tal exactitud se aclararían muchas cosas... para bien y para mal. El poeta o el novelista de primera fila tienen esa virtud, que monseñor Knox atribuía a Jesucristo, de hacer que las cosas del mundo parezcan un simple remedo de las sobrenaturales, como cuando Álvaro Pombo habla del sol como reflejo del amor del cielo. Hay mucho de los grandes novelistas del XIX en Donde las mujeres. Hay sabor a Clarín, a Tolstoi y sobre todo a Henry James en esta historia de una desilusión en que las pasiones visten de etiqueta.
Nota redactada en diciembre del 2000