Es un niño deforme, robusto y feroz, en quien la llama de la inteligencia no arroja sino una luz pálida e intermitente... El salvaje corta el árbol para coger el fruto, desunce el buey que los misioneros acaban de entregarle, y lo guisa, sirviéndole de leña la madera del arado; desde hace más de tres siglos nos contempla sin haber querido tomar nada de nosotros, excepto la pólvora para matar a sus semejantes, y el aguardiente para matarse a sí mismo; no ha imaginado jamás el fabricar estas cosas; descansa en nuestra avaricia, que no le faltará jamás. Así como las sustancias más abyectas y violentas son, sin embargo, susceptibles de cierta degeneración, así también los vicios naturales de la humanidad están más arraigados en el salvaje. Es ladrón, es cruel, es desenvuelto de costumbres... Mientras que el hijo mata a su padre para eximirle de las molestias de la vejez, la mujer destruye en su propio seno el fruto de sus brutales amores para liberarse de las fatigas de la lactancia. Arranca los sangrientos cabellos de su enemigo vivo todavía; lo desgarra, lo asa y lo devora cantando; si llega a apoderarse de nuestras bebidas fuertes, bebe hasta la embriaguez, hasta la fiebre, hasta la muerte, privado igualmente de la razón, que le impone al hombre por el temor, y del instinto, que advierte al criminal por el disgusto.
Joseph de Maistre, Las veladas de San Petersburgo. (Subrayado mío, claro.)
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