

Lo primero que asombra es el virtuosismo verbal del de Iria Flavia, unido a su genial asimilación del español clásico y del estoicismo que impregna la picaresca. Esta riqueza verbal en boca de los peleles que pueblan su relato es lo que produce la hilaridad. Y al mismo tiempo el horror. El horror ante el cuadro esperpéntico que se nos presenta. Hay gente buena aquí, sí; el penitente Felipe, y alguno que otro, quizá el mismo Lázaro. Pero la bondad aparece tan inútil, tan ridícula y contraproducente, que no inspira más que compasión. No es que se haga una apología de la maldad. Al contrario esta se nos muestra como es, aborrecible. Pero es lo que hay. Ahí está el fondo desolado de los relatos de Cela, que, en el fondo, hace siempre la misma comida con distintas salsas, aunque eso sí, muy sabrosas.
Nota redactada en octubre de 1999.
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