27 septiembre 2024

Espronceda, dos siglos (III)

El mismo desprecio por lo instituido encontramos en su vivencia del amor. A los veintitrés años Espronceda se apodera de la malcasada Teresa Mancha y se la lleva a París. Viven unos años apasionados, tienen una hija, pero semejantes aventuras son tan intensas como fugaces. Teresa terminará rechazándole, mendigará amores durante unos años y morirá corroída por el desengaño en 1839.

No quiero dejar, por cierto, de hacer referencia a la sugestiva versión que ofrece Rosa Chacel de esta ruptura, en su novela Teresa. En un momento dado, la mujer, revolviendo papeles de su amante, encuentra una creación suya inédita: unos poemas obscenos. Una chiquillada, tal vez, pero Teresa no pudo evitar recordar sus raptos amorosos y asociarlos con aquellos versos. ¿Así que eso es una mujer, así que eso soy yo misma, para ti? El icono del rebelde, del patriota, del hombre animoso, se vino abajo de repente y Teresa ya no pudo recuperarse. Se convirtió en una cínica y rumió su amargura hasta su muerte.

Si no fue así, bien pudo haber sido. Tal vez había tomado a su amante por uno de sus personajes, esos que nunca descendían a tales submundos. En todo caso, la decepción fue tan tremenda que se hundió en abismos sacados a luz después por el poeta en uno de los cantos más desgarrados que salieron de su pluma, el titulado justamente “A Teresa” y que, caóticamente como no podía ser menos, insertó sin venir a cuento en El diablo mundo, su creación más ambiciosa.

¿Por qué volvéis a la memoria mía,

tristes recuerdos del placer perdido,

a aumentar la ansiedad y la agonía

de este desierto corazón herido?

Y sigue con abundantes ¡ay! Y ¡oh! mientras evoca cómo

En tu frente la implacable suerte

grababa de los réprobos el sino…

Sola y envilecida, y sin ventura,

tu corazón secaron las pasiones;

tus hijos, ay, de ti se avergonzaran,

y hasta el nombre de madre te negaran.

Para terminar con una risotada de hielo:

Brilla radiante el sol, la primavera

los campos pinta en la estación florida:

truéquese en risa mi dolor profundo…

Que haya un cadáver más, ¡qué importa al mundo!



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