El barcelonés Chufo Llorens elige la Cataluña del siglo XI para su personal aporte al relato histórico de consumo. Ficción y realidad se encarnan aquí, respectivamente, en las personas de Martí Barbany, joven honrado y emprendedor que rápidamente triunfa en el mundo de los negocios, y el conde Ramón Berenguer II, en la época en que repudia de hecho a su segunda esposa para convivir con Almodis de la Marca. Ambas vidas se cruzan por mediación del intendente de Ramón, Bernat de Montcusí, personaje depravado con quien se asocia Martí pero que causará su ruina afectiva cuando cometa estupro con su hijastra Laia, a quien el joven se había prometido en secreto. No termina aquí el enfrentamiento entre ambos, pues un engaño del rey Abenamar, que entrega una partida de dinero falso al condado de Barcelona, lleva a Montcusí a sugerir que se culpe del fraude a los judíos, cuyo jefe de cambistas, Benvenist, es buen amigo Martí...
Chufo Llorens ha optado por una novela histórica al estilo romántico, donde el conflicto pasional se impone con mucho al acontecer político. Doncellas atribuladas, padrastros malvados, galanes justicieros, torturas en los sótanos, la esencia del folletín decimonónico está ahí, y no hay más. Pero hay que reconocer que resulta eficaz y que Llorens consigue no aburrir, a pesar de su castellano deficiente donde los laberintos son intrínsecos, por ejemplo.
No descuida Llorens la cuota erótica, que satisface con un lenguaje explícito pero sin excesos. El tributo a la corrección política aparece en la forma de una visión reductiva de las religiones como fuente de trabas e injusticias. En ambas partidas, su contribución es mucho menos generosa que la de un Ken Follet, al que desde luego supera en todos los órdenes.
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Chufo Llorens ha optado por una novela histórica al estilo romántico, donde el conflicto pasional se impone con mucho al acontecer político. Doncellas atribuladas, padrastros malvados, galanes justicieros, torturas en los sótanos, la esencia del folletín decimonónico está ahí, y no hay más. Pero hay que reconocer que resulta eficaz y que Llorens consigue no aburrir, a pesar de su castellano deficiente donde los laberintos son intrínsecos, por ejemplo.
No descuida Llorens la cuota erótica, que satisface con un lenguaje explícito pero sin excesos. El tributo a la corrección política aparece en la forma de una visión reductiva de las religiones como fuente de trabas e injusticias. En ambas partidas, su contribución es mucho menos generosa que la de un Ken Follet, al que desde luego supera en todos los órdenes.
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