04 junio 2016

Indisciplina y desasosiego



Una de los diagnósticos que me parecen más acertados sobre el siglo XX, o más exactamente sobre la cultura de los años que abarcan hasta la Segunda guerra mundial, es el que hace Gonzalo Redondo cuando define esa época como la crisis de la cultura de la modernidad: un hombre desorientado que ha dejado de entenderse a sí mismo tras haber comprendido que nunca será Dios en lugar de Dios. Pues bien, una buena formulación de esa crisis la hace Fernando Pessoa en el punto 175 de su Libro del desasosiego:

Cuando nació la generación a la que pertenezco encontró el mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores hizo que el mundo al que nacimos no tuviera seguridad que darnos en el orden religioso, ni apoyo que darnos en el orden moral, ni tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas externas, de los meros procedimientos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrumbaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, pasando de crítica de los textos a crítica mitológica, redujo los evangelios y las anteriores escrituras sagradas de los judíos a un montón confuso de mitos, de leyendas y de simple literatura; y su crítica científica fue anotando gradualmente los errores, las salvajes ingenuidades de la “ciencia” primitiva de los evangelios; y al mismo tiempo, la libertad de discusión, que trajo a la luz pública todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos los problemas religiosos cuando eren de carácter metafísico. Ebrias de una cosa incierta a la que llamaron “positividad”, esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vivir, y, de tal choque de doctrinas, sólo quedó la seguridad de ninguna de ellas, y del dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad así indisciplinada en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser sino víctima, en la política, de esa misma indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría se lanzaba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca había llegado a definir.

Pero el criticismo frustrado de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó la satisfacción de poseerla; si nos legó la falta de fe en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y ante las reglas de vivir humanamente; si dejó en la incertidumbre el problema político, no dejó indiferente nuestro espíritu ante la posible solución de ese problema. Nuestros padres fueron felices destruyendo, porque vivían en una época que todavía conservaba reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que ellos destruían lo que daba fuerza a la sociedad para que pudieran destruir sin sentir resquebrajarse el edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados.

En la vida de hoy, el mundo pertenece sólo a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy casi por las mismas vías por las que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.

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