No es que Furedi,
en modo marxiano, piense que el miedo ha sido manejado por el poder para
oprimir al pueblo (de hecho se mantiene siempre lejos de ese planteamiento),
sino que ha actuado como una fuerza retardadora frente a la virtud del valor,
que, este sí, ha existido en otros tiempos como contrapeso al miedo:
En las sociedades que gozaban de un código moral robusto, temer se
relacionaba con un guion cultural que enseñaba qué había que temer y cómo había
que enfrentarse a esos temores. En la antigua Grecia la virtud del coraje
desempeñó un importante papel en la gestión pública y la representación de los
miedos.
Mientras que
conversaciones que he mantenido en sitios tan distintos como Singapur,
Budapest, Ámsterdam o Milán me han convencido de que, en mayor o menor medida,
la cultura del miedo tiene hoy un amplio impacto global. He llegado a la
conclusión de que la sociedad ha pasado inadvertidamente a quedar separada de
valores como el coraje, el juicio personal, la responsabilidad y el
razonamiento, valores que son necesarios para gestionar el miedo. La cultura
del miedo no es un producto de la naturaleza; en muchos aspectos su fuerza
proviene del modo en que los jóvenes han sido socializados.
El autor advierte que no culpa a los medios de fomentar el
miedo: ellos están inmersos en la misma corriente. Pero sí que se encargan de
poner de moda ciertos términos que sirven de vehículo a esas obsesiones. Por
ejemplo, lo de la bomba de relojería,
empleado sobre todo para referirse a la amenaza climática, pero también a otros
fantasmas.
Clave de la cultura del miedo es la confusión moral. “La
mayoría de las incitaciones al miedo incorporan una exhortación moral para
promover su objetivo”, dice el autor, aunque, según se deduce, la cuestión
podría enunciarse también a la inversa: las exhortaciones morales recurren con
frecuencia al miedo, como se hizo en tiempos propalando que la masturbación iba
ligada a graves enfermedades (no solo por la Iglesia, por cierto: según Furedi, gente como Voltaire o Rousseau
participaban de esta creencia). El caso es que, cuando deja de creerse en una
moral universal, se moraliza cualquier actitud contraria a lo que se supone
debe ser evitado. Por ejemplo, hoy día el riesgo es algo que debe ser reducido
a toda costa, y uno será un buen ciudadano en la medida en que evite correr
riesgos. Esto, dice Furedi,
“funciona como argumento para silenciar a los escépticos y a los críticos” y
“sirve para autorizar determinadas políticas y exhortaciones”, en torno, por
ejemplo, al dichoso cambio climático. En este sentido, tal vez el valor más
apreciado por nuestra sociedad no sea la tolerancia, ni la igualdad, sino la seguridad.
De ahí que cada vez menos estén dispuestos a ir a la guerra por su patria, ni
por cualquier cosa. Pero la búsqueda de la seguridad a cualquier precio acaba
echándonos a perder como seres libres, pues
un hombre que no tiene nada por lo que esté dispuesto a luchar, nada
por lo que se preocupe más que por su seguridad personal, es una criatura
miserable que no tiene ninguna posibilidad de ser libre, alguien que si
conserva cierta libertad es gracias a los esfuerzos de hombres mejores que él
mismo. Mientras la justicia y la injusticia no hayan puesto fin a su lucha
siempre renovada por la supremacía en los asuntos de la humanidad, los seres
humanos deben estar dispuestos, cuando sea necesario, a luchar unos contra
otros.
Porque
no hay ningún poder en la tierra que pueda capacitarnos para hacer
frente a las amenazas que enfrentamos mejor que la libertad misma.
Que no lo olvidemos cuando surja otra pandemia.
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