08 marzo 2012

El martillo azul


Lew Archer es un duro como Dios manda: inflexible, tenaz, de respuestas cortantes... Pero (al menos en esta novela, ya que El caso Galton me queda muy lejos) hay en él un fondo de desamparo que nos revela sólo a los lectores y que está relacionado con esa falta de asidero existencial que le hace, en un momento dado, envidiar al fanático chiflado que acaudilla una secta de no menos chiflados. Su inquebrantable moral, como en Antígona, acusa la ausencia de un fundamento.

Por otro lado, sus investigaciones tienen algo del buen confesor que hurga, como dicen los malos penitentes; que busca la catarsis del culpable, o implicado, que no quiere soltar toda la verdad; lo cual es el caso, en esta novela, de prácticamente todos los personajes. Al tiempo que sus revelaciones conducen a la solución del caso, les sirven para desopilar su conciencia.

Esto es que roban un cuadro al cacique del lugar (Santa Teresa, California) y encargan el asunto a Archer: esa es su equivocación, pues, como queda dicho, nuestro hombre no es de los que se conforman con encontrar el cuadro y cobrar, sino que va a ir hasta el fondo de una oscura y compleja trama en la que todo el mundo parece tener algo que ocultar. Como en El caso Galton, la cosa tiene sus raíces en el pasado. Hay un juego de identidades falsas que se acerca a lo inverosímil sin dejar de resultar creíble, de modo que hasta la última página no puedes estar seguro de saberlo todo.

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