23 septiembre 2011

Fortunata y Jacinta


Resulta tentador ver en esta obra una parodia de las novelas francesas sobre amantes atribuladas, víctimas del egoísmo y de los prejuicios. Fortunata, esta dama de las camelias de Chamberí, muere repitiendo "soy un ángel", y así lo afirman repetidamente su marido y su último enamorado cuando la entierran. El narrador se complace en hacernos ver cómo todo el mundo tiene a esta mujer por un demonio, y así llega ella a aceptarlo, mientras nosotros vemos cómo se trata sencillamente de una ingenua enamorada que ha cedido a la seducción de un señorito, y que tiene por virtud su pasión. Pero todo ello recibe un tratamiento desenfadado, diríamos cervantino, que convierte a Fortunata y Jacinta en algo así como el Quijote de las novelas de cuernos decimonónicas, lo que fue la obra de Cervantes para la novelería caballeresca de su tiempo. Y, como en el Quijote, este tratamiento, lejos de caricaturizar a los personajes, los humaniza, salvándolos del endiosamiento trágico. Esa inocencia artificial de la protagonista se matiza con sus arranques de madrileña castiza, peligrosa en sus ataques de celos. Y la maldad de los otros (hipócritas, intolerantes, ya saben) se torna menos antipática gracias a la mirada amable del autor sobre su fragilidad humana.

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