Cuando algún socialista advierte que nadie debe imponer sus creencias a los demás, hay que leer: que nadie trate de interferir en el monopolio del gobierno sobre las ideas y las costumbres.
Y, sin embargo, en una sociedad abierta, es el gobierno, es el Estado, quien ha de abstenerse de inculcar pautas de pensamiento y de moral y dejar que sean las instancias sociales quienes expresen libremente sus propuestas en ese sentido. Pero un gobierno socialista, si puede renunciar a Marx, nunca abandona su querencia a dirigir la mente y los comportamientos de sus gobernados. Cuestión distinta es que lo haga bajo la bandera, no ya de la democracia, sino de otros rótulos igualmente biensonantes.
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