En la segunda parte de
Los
miserables encontramos de nuevo libre a Jean Valjean. Como de costumbre,
Hugo hace de momento como que nos
oculta su identidad, pero ya todos nos maliciamos la verdad. El caso es que, de
nuevo evadido, se dispone a cumplir la promesa a Fantine y hacerse cargo de la
educación de Cosette. Se dirige al pueblo donde ésta se hallaba y, tras un
penoso forcejeo, consigue liberarla de las garras de los miserables (en el otro
sentido) Thenardier. Pero el incasable Javert, cual mosca pesada, se halla de
nuevo al acecho. Tras una angustiosa persecución por las calles de París,
Valjean recala, con Cosette a cuestas, en un convento de clausura, donde se
halla de jardinero una persona a la que salvó la vida siendo alcalde. Este le hará
pasar por su hermano y Valjean atisba un futuro posible para la niña
internándola en la escuela conventual.
Tal aventura alterna con dos largas digresiones: Víctor Hugo es el narrador más
omnisciente que conozco, tanto que llegas a rogarle que se quite de en medio,
que más que omnisciente es narrador cuñado, o tertuliano. Las digresiones son,
una sobre la batalla de Waterloo, prácticamente un ensayo de interpretación
histórica, y otra sobre el convento donde va a parar Valjean, ahora añadiendo
además sus teorías sobre la inutilidad de la vida religiosa en el momento
actual (siglo XIX, excuso a usted decirle). Eso sin ocultar tampoco su
admiración por quien es capaz de entregar su vida de ese modo, expiando por los
pecadores. Y siempre comentando cada jugada, como un Matías Prats. Lo hace bien, qué duda cabe, pero, de este modo, una historia
que a Baroja le habría cabido en
trescientas páginas se le alarga a las dos mil.
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