25 marzo 2025

Un caballero en Moscú

Frente a las tres posturas a las que estamos acostumbrados en un héroe que se enfrenta a la represión de un régimen totalitario (la del asceta, la del rebelde y la del desesperado), el conde Alexander Rostov opta por un estoicismo sonriente y amable que no abandonará en los treinta años que pasa confinado en el hotel Metropol de Moscú y que le proporciona excelentes resultados. Armado con las virtudes propias de su educación aristocrática: la prudencia, el don de gentes, el humor fino, la gratitud, la elegancia, el buen decir, conseguirá en su prisión de oro pasar por todas las experiencias de una vida lograda: la amistad, el eros, el trabajo (no forzado), el magisterio e incluso la paternidad. Sí, porque el encanto personal del conde se revela sobre todo en su grato con Nina, la pequeña huésped del hotel que años más tarde ha de acompañar a Siberia a su marido represaliado, y con la hija de esta, Sofía, que Nina confía al conde con la esperanza de volver a encontrarla pronto. Al frustrarse esa esperanza, Rostov asume el papel de papá con el mismo garbo con que se enfrenta a todo lo demás.

Es la peripecia de un Robinson Crusoe (el símil es del propio narrador) en una isla urbana que, si bien le permite hacer la vida relativamente normal de un huésped, no deja de ser inhóspita a la hora de dormir, pues es desplazado de la suite donde vivía a un cuchitril que él se encargará de hacer relativamente habitable. Como Robinson, no pierde la esperanza de recuperar su libertad, pero en el entretanto procura adaptarse sin perder la compostura, consciente de que “hasta con los actos más pequeños puede uno restablecer cierto orden en el mundo”, frase que podría resumir el espíritu con que Rostov afronta su condena. Este espíritu optimista es la guinda de una novela, por lo demás, redonda en cuanto a su construcción, lejos de los experimentalismos del pasado siglo y con el sabor de las grandes historias de todos los tiempos.

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