
Frente a las tres posturas a las que estamos acostumbrados
en un héroe que se enfrenta a la represión de un régimen totalitario (la del
asceta, la del rebelde y la del desesperado), el conde Alexander Rostov opta
por un estoicismo sonriente y amable que no abandonará en los treinta años que
pasa confinado en el hotel Metropol de Moscú y que le proporciona excelentes
resultados. Armado con las virtudes propias de su educación aristocrática: la
prudencia, el don de gentes, el humor fino, la gratitud, la elegancia, el buen
decir, conseguirá en su prisión de oro pasar por todas las experiencias de una
vida lograda: la amistad, el eros, el trabajo (no forzado), el magisterio e
incluso la paternidad. Sí, porque el encanto personal del conde se revela sobre
todo en su grato con Nina, la pequeña huésped del hotel que años más tarde ha
de acompañar a Siberia a su marido represaliado, y con la hija de esta, Sofía,
que Nina confía al conde con la esperanza de volver a encontrarla pronto. Al
frustrarse esa esperanza, Rostov asume el papel de
papá con el mismo garbo con que se enfrenta a todo lo demás.
Es la peripecia de un Robinson Crusoe (el símil es del
propio narrador) en una isla urbana que, si bien le permite hacer la vida
relativamente normal de un huésped, no deja de ser inhóspita a la hora de
dormir, pues es desplazado de la suite donde vivía a un cuchitril que él se
encargará de hacer relativamente habitable. Como Robinson, no pierde la
esperanza de recuperar su libertad, pero en el entretanto procura adaptarse sin
perder la compostura, consciente de que “hasta con los actos más pequeños puede
uno restablecer cierto orden en el mundo”, frase que podría resumir el espíritu
con que Rostov afronta su condena. Este espíritu optimista es la guinda de una
novela, por lo demás, redonda en cuanto a su construcción, lejos de los
experimentalismos del pasado siglo y con el sabor de las grandes historias de
todos los tiempos.
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