Siempre es un placer leer a los neoclásicos: otra cosa no
tendrán, pero si están en el canon es por ese español claro y elegante que
lucen. Pocas sorpresas al leer esta comedia, cuyo tema conocemos todos lo que
hemos estudiado el bachillerato. Dos actos le bastan a
Moratín para afirmar sus ideas sobre el teatro, que más bien eran
hartazgo de las malas imitaciones de
Calderón
que se gastaban en su tiempo. Suele pasar: cuando un estilo decae, el empalago
que provoca se hace extensivo a todo el repertorio, incluidas las obras
maestras. Los neoclásicos, hartos de los
Comella
y demás, creen que el vicio es español y la virtud foránea y se ponen a alabar
a lo francés como solución a los subproductos que subían a los escenarios, con
gran aplauso del respetable, eso sí. Desde nuestro tiempo, en cambio, lo que
resulta empalagoso es ese paletismo que lleva a estar pendiente todo el rato de
qué dirían los extranjeros: ah, si los franceses pasaran por aquí y vieran esos
engendros… Venga ya. Mil veces una décima de
Calderón antes que una ristra de alejandrinos de
Racine.
Aparte del malo (el autor de la “comedia nueva”) y del bueno
(don Pedro, el hombre del buen gusto y de las reglas del arte) aparecen don
Antonio, otro enterado pero frívolo, que no quiere desengañar al poetastro por
tener de qué reír; Hermógenes, el pedante aprovechado, el más malo por
hipócrita; y la mujer y la hija del vate, la una colaboracionista en los
crímenes del marido y la otra víctima de las manías teatrales de ambos.
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