04 abril 2012

Cristianismo y laicidad


Martin Rhonheimer se explica como un libro, y le entenderá mal quien quiera entenderle mal; pero he de reconocer que a veces me saca de quicio: esa entronización de la democracia liberal como el no va más de las realizaciones humanas en política, junto al empeño de disuadirnos de deslegitimar cualquier decisión tomada de acuerdo a las reglas del juego democrático, nos da en el rostro a quienes, por las circunstancias históricas españolas, hemos conocido a tantos beatos de la democracia, a tanto personajillo que se adornaba con esas flores como si se tratase de un expediente de limpieza de sangre, mientras personalmente no le llegaba a los tobillos a cualquiera de los ministros de la dictadura.

De hecho, una lectura superficial podría llevar a pensar que Rhonheimer considera la democracia como un apriori que se antepone a la propia Revelación. Eso no demostraría más, sin embargo, que la profundidad con que ha arraigado en nosotros la confusión entre el orden espiritual y el temporal, entre moral y política. Sí, la democracia sería un apriori, como lo es un buen campo para que florezca lo que queremos sembrar. Es el mejor de los sistemas (interpreto a Rhonheimer) porque no es más que un espacio de libertades, donde todos se la juegan con los puños desnudos, sin apoyo institucional, donde los fieles cristianos actúan con plena responsabilidad, con las mismas armas que sus rivales. Algo así como cuando los héroes de mi niñez arrojaban las armas para luchar cuerpo a cuerpo con el malo (o, viceversa, despojaban a este de las suyas -¿pongamos el estado laicista?-: "ahora estamos igualados").

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