13 febrero 2012
Cada hombre en su noche
Wilfred Ingram es católico en una familia de protestantes y tiene un vicio impenitente: las mujeres. En eso coincide con su tío Horace, otra rara avis católica que muere en paz al principio de la novela. Incapaz de abandonar su fe, Wilfred no quiere sin embrgo oír hablar de religión. Siempre con su rosario en el bolsillo y puntual cumplidor del precepto dominical, esconde no obstante el crucifijo de su habitación para no sentir su mirada reprobadora. Y, aunque no disimula su vicio, no hace proselitismo con él, antes bien trata de disuadir a otros que han seguido su ejemplo y llega a bautizar a su compañero de trabajo cuando este se halla en trance de muerte.
Esta podría ser una novela ilustrativa de aquel sermón de monseñor Knox sobre la fe, la cual sería como ese cristal que no pueden atravesar las moscas que están dentro, a pesar de sus intentos, ni pueden penetrar tampoco las que se hallan fuera; algo tan difícil de abandonar como de adoptar. En ese sentido, el primo Angus, increyente y homosexual, fascinado por la fe de Wilfred, vendría a representar a las moscas de fuera. Aparte de él, Wilfred se halla flanqueado por ejemplares, digamos fronterizos, como el pío Tommy, el pobre Freddie o el respetable señor Knight, sin olvidar, claro, al angustioso Max, al que uno está tentado, en efecto (el propio personaje lo admite), de identificar con el demonio y que desde el principio se me presentó como ese personaje antipático que no hay más remedio que soportar porque, contra tu opinión, el autor lo considera esencial.
Por cierto: el autor es Julien Green
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