Arthur C. Clarke parecía sentir debilidad por los objetos extraterrestres de perfectas formas geométricas. Hay que reconocer que tienen su punto inquietante. En esta ocasión, al contrario que en el monolito de 2001, sabemos que se trata de una nave espacial y sabemos lo que contiene.
Como en aquella otra historia, el objeto es localizado y,
tas las pertinentes discusiones, una expedición se dirige allá. Clarke despliega toda su imaginación
para reproducir todo lo que el ser humano podría experimentar en un espacio
cilíndrico, rotante y con la mitad de la gravedad que en la tierra. Todo es
difícil de seguir, claro, para los que tenemos unas nociones de física cercanas
al cero absoluto. En cuanto a lo que allí encuentran, no resulta menos
imaginativo, aunque lejano de toda historieta de marcianos. Eso sí, en una
historia exenta de violencia y de muerte, como esta, Clarke sabe mantener el interés y es fácil reconocer al narrador de
2001. Cortando los capítulos en el
momento justo y anticipando algo emocionante que luego, en efecto, no defrauda,
te hace pasar por encima de las complicaciones científicas que dan nombre al género
y te incorporas a la aventura sin problema.
¿Ideas? No, solo la vieja manía cientifista de que somos una
puñetera caca en la inmensidad del universo, pues Rama, contra todo pronóstico,
no se achicharra en el sol sino que activa sus mecanismos y, tras tomar energía
del propio sol, prosigue viaje sin que los que los que lo construyeron (¿y
quizá lo tripulaban?) den la menor señal de que el efímero contacto con la raza
humana les importe un comino.
__