03 mayo 2013

Memorias de Leticia Valle


Mi primera experiencia con Rosa Chacel fue deslumbrante. Había novelista en Valladolid, y la había antes y quizá mejor que Miguel Delibes. En todo caso, estaba en otra línea, una línea que entonces yo no sabía que emparentaba con Virginia Woolf y quizá con Proust, pero ahora que lo sé tampoco me importa admitir que me gusta mucho más Rosa Chacel que ese par de pelmazos.

El texto tiene forma de diario más que de memorias, puesto que Leticia Valle es siempre la niña que va a cumplir doce años. ¿Niña? Se hace raro aplicar ese nombre a esta criatura de rara inteligencia, que sin embargo tiene la crueldad inconsciente de los niños. Un personaje inverosímil, quizá, en cierto modo monstruoso si bien lo miramos. Pero subyugante si tenemos en cuenta que nadie parece advertir hasta dónde llega su penetración, a pesar de la naturalidad con que hilvana conversaciones de rara madurez. Porque podría pensarse que las memorias, o el diario, no son más que la traducción literaria, por parte del dios autor, de los pensamientos informes de su criatura. Pero es que sus diálogos están al mismo nivel. Y, sin embargo, no se siente a disgusto en su papel de niña de doce años, que recita a Zorrilla en las fiestas familiares. Nada más lejos de un enfant terrible... al menos en apariencia.

Porque hay alguien que sí se da cuenta, hasta el punto de caer fascinado y morir víctima de esa fascinación. Se ha hablado de Lolita. No sé, pues no tengo el gusto de haber leído lo de Nabokov. Si juzgo por su famoso arranque, formalmente son muy diversas. Pero este caso trasciende todo lo erótico, me parece. Y, en todo caso, constituye toda una sorpresa, una segunda sorpresa, añadida a la que de por sí produce le personaje.

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