09 enero 2008

Las confesiones de un pequeño filósofo


En este tercer volumen de su trilogía inicial, Azorín ya se ha convertido en un contemplativo. Lejos queda el ímpetu revolucionario y atrás queda la simple abulia. Y la contemplación se convierte aquí en una proustiana recuperación del pasado. Las "confesiones" son más bien las memorias, la evocación, morosa y placentera, como siempre en Azorín. Memoria de la infancia, añoranza sin sensualidad.



El colegio lo domina todo. Un colegio de los Escolapios, donde el joven Azorín estudió interno. "Yo me quedaba solo en la escuela". Nunca ha gustado mucho de la compañía Azorín. Su mejor literatura proviene de ratos de soledad, de los ratos de contemplación. "Y durante una hora este maestro feroz me hacía deletrear con una insistencia bárbara." Y hacía surgir los primeros llantos del hombre Azorín. Llantos que alternan con la resignación que se impondrá mucho más tarde. Los momentos de alegría llegan a través de algunas personas, personas providenciales que suministran opio, que suministran olvido. Sin movernos un paso, encontramos junto a ellas a hombres que no se engañan, oprimidos por el "dolorido sentir". Con todo, "todos los días le llevaban del pueblo unos periódicos... Y estas hojas diarias eran como una lucecita, como un débil lazo de amor que aun los hombres que más abominan de los hombres conservan".




La vida en el colegio era la vida, sin más. La vida como la música de un acordeón, tal como la vio Baroja. Melodía monótona y vulgar que tiene, sin embargo, "un encanto solemne".




Nota redactada en abril del 2003.