Hay dos clases de agnósticos: los que lamentan no poder
creer en la revelación, pues comprenden su belleza y su justicia; y los que se
alegran de no necesitar creer en ella, porque así pueden matar, robar, oprimir,
y lujuriar sin temor a ser castigados cuando mueran. A mi entender, la mayoría
de los autores modernos dignos de mérito pertenecen al primer grupo. Cuando Lytton
Strachey escribió acerca de los defectos que encontraba en los caracteres del cardenal
Manning, de Florence Nightingale, del general Gordon y de la reina Victoria,
estoy dispuesto a creer que no le guiaba un impulso menos noble que el deseo de
hacer conocer imparcialmente la verdad. Sin embargo, se equivocó en un doble
aspecto. Como hombre inteligente que era, debiera haber sabido que lo
verdaderamente sorprendente no es que el cardenal Manning fuera en algún
momento un hombre ambicioso y de pocos escrúpulos, sino que un hombre ambicioso
y de pocos escrúpulos llegara a ser un cardenal Manning. Porque, el que un
pecador se remonte a la práctica de la virtud es prueba mucho más contundente
de la gracia de Dios, que no prueba de la inevitabilidad de la victoria
satánica el que un hombre virtuoso caiga una o dos veces en el pecado. La segunda
cosa que debiera haber sabido Strachey es que, por muy elevada que sea la intención
que le dicta, el derrotismo es en definitiva un peligro para la sociedad. Lo es,
porque la mayoría de los lectores son tan estúpidos que no saben ver el fin moral
perseguido por el autor, como es el conocer y dar a conocer la verdad, y, en cambio,
llegan a la conclusión de que nadie en el mundo obra inspirado por un
desinteresado amor a Dios o a la humanidad, sino que incluso los mejores
hombres son, consciente o inconscientemente, interesados y egoístas, y que
ellos serían uno locos si no se volviesen también egoístas e interesados. Tome,
por ejemplo, a Mr. Noel Coward, cuyas comedias están teniendo tanto éxito. Yo estoy
seguro de que a ese joven autor le guía una santa intención y que escribe sus
comedias en calidad de sermones, pero no estoy nada seguro,en cambio, de que
sea ese el espíritu con que el público va a aplaudirlas.
Padre Smith, en El mundo, la carne y el padre Smith, de Bruce Marshall, capítulo XVI