07 abril 2016

Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios


Todos sabemos que si el sexto y el noveno mandamientos fueran ahora mismo derogados por la Iglesia (en el supuesto de que pudiera hacerlo), la furia anticristiana decaería más que notablemente, aunque eso no supusiera un aumento del número de cristianos. La tesis central de este ensayo es que la pérdida del sentido de la familia precede al ateísmo y a la indiferencia frente a la religión en nuestro mundo, y no al revés como comúnmente se cree. Un mundo incapaz de concebir el matrimonio indisoluble y el valor de la familia numerosa deja de entender cosas como la paternidad de Dios o el amor de Jesucristo. Y en la medida, también, en que las iglesias cristianas dejan de lado el factor familia, colaboran en su propia caída.

Es un libro lleno de datos a favor de su tesis, por supuesto, pero, fuese primero el huevo o la gallina, al ciudadano le basta darse cuenta de que ambos fenómenos discurren paralelos. Y, siendo el agotamiento de la unidad familiar el preludio del fin del hombre, la conclusión se impone: seremos religiosos o no seremos. Mary Eberstadt concluye con unas "razones a favor del pesimismo" y unas "razones a favor del optimismo". Entre estas incluye el hecho cierto de que a la sociedad le resulta carísimo tanto el declive familiar como el religioso: "¿Le interesa a la sociedad favorecer la práctica religiosa? Solamente si le interesa favorecer la calidad de vida, la salud, la felicidad, la gestión de lo cotidiano, una menor delincuencia, menos depresión, y otros beneficios parecidos, asociados a la implicación religiosa". Claro que esta asociación, como dice un tal Charles Murray al que cita Eberstadt, es tan conocida por los sociólogos como obviada por los periódicos y los políticos.

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