01 junio 2014

El castillo


Hace tiempo me metía yo aquí con los románticos de la lectura, que dicen que sólo se debe leer por placer. Pues bien, no entiendo cómo alguien puede leer a Kafka por gusto. Es un auténtico narrador de pesadillas, lo cual tiene su mérito, sin duda, pues no es nada fácil narrar bien una pesadilla. Y al decir pesadillas no me refiero a monstruos que se te quieren comer o cosas así, como alguna serie juvenil titulada de esa manera. Hablo de sueños angustiosos, obsesivos, desasosegantes, que pueden consistir en cosas cotidianas, pero transfiguradas de la manera que solo sabemos hacer los humanos cuando dormimos. Un interrogatorio a las tres de la mañana, tú que te metes en una habitación donde un tío insomne te habla sin parar, tus propios intentos de compartir su cama para dormir por fin un poco, un trabajo absurdo de bedel que nunca empieza, estar (simplemente estar) en una posada a la espera de no se sabe qué..., sólo Kafka es capaz de sostener trescientas páginas con este tipo de situaciones, y darle un toque onírico inconfundible. Este tipo es el mejor desmitificador del concepto de sueño. Y además no termina la novela, yo creo que adrede, para que tengas la sensación de despertarte de repente, como en las pesadillas.

Ya sé que no es la manera más airosa de comentar a Kafka: sería mejor aventurar una interpretación simbólica más. Eso se lo dejo a Hannah Arendt, por ejemplo, que firma un buen artículo en el prólogo de esta edición que he cogido (Galaxia Gutenberg). Tampoco es que sea una interpretación más: dice la doña que lo de Kafka es hacer una maqueta de la realidad, o un plano. Tú ves un plano y aquello no es el sitio, pero te permite ver cuál es su estructura y la relación entre sus partes. Tal vez, tal vez sea kafkiano el ordenamiento del mundo, por supuesto sin el factor Dios, o mejor dicho, sin el factor Cristo, y quizá por eso tenga sentido el considerar a Kafka como el mejor intérprete de la conciencia del siglo XX.

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