“Quintaesencia de embusteros y maestro de embelecadores”. La
picaresca del siglo XVII rivalizaba en buscar subtítulos que ponderasen el arte
de sus protagonistas a la hora de engañar al prójimo. Esto ponía de los nervios
a Gregorio Marañón, que lamentaba
que estas novelas diesen de España una visión tan lamentable. En todo caso,
quien piense que España era lo que la picaresca transmite habrá olvidado que
toda novela aplica un foco a la realidad y con frecuencia transfigura, en mejor
o en peor, lo que capta el foco.
Pero mucha vida real del siglo XVII sí que está presente
allí, y leer a Castillo Solórzano, como
a Espinel o a Salas Barbadillo, es un ejercicio de documentación sobre
costumbres, vestuarios, tipos humanos del momento. Hernando Trapaza es natural de Zamarramala, “a
media legua de Segovia” (hoy están prácticamente juntas), villa que al parecer
era famosa por sus natas, y es hijo de Pedro de la Trampa y Olalla Tramoya. Castillo
era así, ingenuo en sus planteamientos, porque con él nacía la novela comercial,
y el lector tenía que carcajearse con los personajes desde su mismo nombre,
bien alusivo en este caso a lo que iba a ser su vástago. Ya el autor del Lazarillo, que no se negaba a una
lectura superficial de su obra, había hecho a su héroe hijo de Tomé González.
Y el resto podemos imaginarlo: trapacerías, desengaños, enredos
amorosos, ir de un amo a otro, de un socio al siguiente… y también, siguiendo
el uso del momento, novelas y poemas intercalados. Y empezaban a hacer su
aparición las sagas: Castillo
termina con el anuncio de las próximas aventuras de la hija de Trapaza, polilla de la corte, dice, aunque acabó
siendo La Garduña de Sevilla y anzuelo de
las bolsas.
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