17 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (III)




El Quijote es, en gran parte, la crónica de ese desengaño. Cervantes era el Verbo de la España de entre esos dos siglos, y dijo su palabra, que fue el libro que este año es objeto de todas las conmemoraciones. Su gestación fue lenta y debió de ir acompañada de muchas meditaciones por parte de su autor. No cabe duda de que fue su gran proyecto, esa obra con la que todos los artistas sueñan y que quiere ser como una prolongación de sí mismos, como una imagen suya en palabras, en colores o en sonidos. “Desocupado lector, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse”.  Sin juramento se lo podemos creer, en efecto, pero esto no lo había dicho de ningún otro de sus libros. Tengo para mí que algún barrunto tenía Cervantes de que aquello, salvando su humildad y su modestia de cara al público, perfectamente comprensibles, era algo de eso que normalmente se califica como “fuera de serie”.

Ya  a la muerte de Felipe II, Cervantes nos había dado un anticipo, una “maqueta” de su obra cumbre, un soneto que yo siempre he considerado como un Quijote comprimido o en miniatura, porque la motivación es la misma. Felipe II fue quien había capitaneado aquel sueño caballeresco. Ahora está muerto y en Sevilla le levantan un vistoso catafalco, tan airoso como lo fue su imperio:

"Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla;
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?

Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.

Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente. "

Esto oyó un valentón, y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado.
Y el que dijere lo contrario, miente."

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.



Un monumento que impresiona,  un monumento que sin embargo no es más que un túmulo, que sólo tiene dentro ceniza, y dos figurones que se imaginan apuntalarlo con su pose gallarda, con su pose de matones, una pose que se resuelve en nada: “fuese, y no hubo nada”. Ese nada, al final del poema, es desolador. Ese nada viene a constituirse en un estribillo en el Barroco español : ”en polvo, en humo, en sombra, en nada”, culmina también un famoso poema de Góngora. Es el desengaño. Es una desolación sólo comparable al sarcasmo del poeta Cervantes, echando abajo en el estrambote, en un quiebro inesperado, toda la pompa con que se adornaban estos dos. Estos dos, que, por cierto, pueden ser imagen de todos aquellos españoles que no eran conscientes de lo que pasaba, que eran muchos, incluso entre los artistas. Y en este sentido es curioso que provocase un trauma mucho mayor, tres siglos más tarde, el llamado “desastre del 98”, que al cabo se reducía a la pérdida de los últimos flecos del imperio: toda una generación de intelectuales fue bautizada con este número, el 98. Una generación de intelectuales que parece que no hacían sino percibir, con tres siglos de retraso, lo que había pasado a finales del XVI. Entonces, hacia 1600, muy pocos vieron que con la Invencible se hundía una forma de entender la vida para muchos hombres. Aunque quizá bastase que esos pocos llevaran los nombres de Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo


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