21 junio 2012

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Sugiere Cristina Cerezales que la propia Carmen Laforet no estaba muy convencida del final que dio a La mujer nueva. Lo hace al referirse a una visita de Carmen a Gerald Brenan, en la que este le manifestó que no le gustaba mucho ese final. Creo que gustó a muy pocos, porque pocos había preparados para entenderlo: la palabra adocenamiento, empleada por Manuel García Viñó (quien, por otra parte, considera esta novela la mejor de su autora), da suficiente fe de ello. Imagino las presiones que Carmen Laforet tuvo que sufrir en ese sentido, cómo has podido y tal, hasta el punto quizá de hacerla dudar a ella misma.

Y, sin embargo, como ya dije en otro lugar, la novela es un cuerpo sin fisuras. Ese final es el único posible porque es el único coherente con el desarrollo de la novela. Por supuesto, Paulina podía haber sido infiel a lo que le fue revelado; pero la obra habría perdido el carácter ejemplar que la anima desde el principio. Habría sido incoherente consigo misma.

El problema de sus detractores es de romanticismo. Se supone que una mujer que abandona el hogar siguiendo los dictados de su corazón debería haberlos seguido hasta el final quedándose junto a su amante o, al menos, rehaciendo su vida en solitario. Sucede, saben, que su crisis no es existencial, sino religiosa. El nombre de Paulina no está puesto por casualidad. Y desde que Paulina ve la luz, en ese magnífico episodio en el tren, no hace más que buscar las consecuencias últimas de esa iluminación. Y entre ellas no está la de ir donde el corazón te lleve, sino más bien la de poner el corazón a disposición del querer divino. Entregarlo. Es lo que hicieron las carmelitas, pero lo suyo es otra cosa. Así que Paulina vuelve al hogar, pero no como derrotada, ni como escarmentada (eso quizá fue lo que vieron muchos, oh santa Lucía) sino como victoriosa. Era la primera novela que sugería la contemplación en medio del mundo, o del hogar. No es extraño que fuese incomprendida.


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