El Manuel de esta novela es un Antonio Azorín del lumpen, un abúlico que demuestra que en todas partes cocían las habas de la abulia, también entre pícaros y golfos. Y, como Azorín, Baroja necesitará una trilogía para desplegar el aprendizaje (o anti-aprendizaje) de su antihéroe. Aquí lo vemos en su fase inicial, la del espectador, si así puede llamarse. O más bien, la del que empieza a mirar el panorama del mundo con no muchas esperanzas de encontrar algo en él.Lo que sorprende es la extrema diferencia de estilo con respecto a Azorín. En este, no pasa nada. En Baroja, no dejan de pasar cosas. El alicantino las comenta con demora, saboreando el discurso: quiero decir, las pocas cosas que van ocurriendo, o de las que se habla. El vasco despacha cada suceso o cada presencia con dos frases cortantes, escupiendo las palabras. Se diría que se ve obligado a contar su historia, más que hacerlo por gusto.
"Llevaba ocho años de buscona y tenía diecisiete. Se lamentaba de haber crecido, porque decía que de niña ganaba más". Frases así, sin comentario, en su cruda desnudez, esmaltan toda la novela y la convierten en el tópico descenso a los infiernos, o al fin de la noche, que diría el otro. Uno se acuerda de las descripciones lacónicamente crueles de Dashiell Hammett, o a veces del Valle-Inclán de Luces de bohemia, como cuando llama a las busconas vestales del arroyo.
Nota redactada en mayo de 2004. Sí, el libro era preceptivo en COU. Por eso quizá no lo leí hasta esa fecha.
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