Cinco años después de su lectura, me atrevo a abordar el
comentario de esta novela. Creo que las reseñas más difíciles son las de los
libros que has entendido a medias y las de los que te han parecido
excepcionales por su calidad. ¿Por dónde empiezo?, es la pregunta que se hace
uno ante estos últimos.
Tal vez algunos me echarían en cara que hago una lectura
reduccionista; pero, si piensas, como don Langlois,
no solo que “si hay alguien que pueda aproximarse con objetividad y libertad al
rostro oculto del enigma, ese es ciertamente el hombre que piensa y vive en la
fe de Jesucristo”, sino que la esencia del arte narrativo está en “la
recreación del acto libre, del albedrío humano que se mueve dramáticamente
entre las solicitaciones del bien y el mal, y de cara a un Dios presente o
ignorado que es el sentido final de nuestra elección libre”, entonces el decir
que Al este del Edén me parece una de
las novelas más cristianas que se han escrito es el elogio más completo que se
puede hacer de una obra literaria.
“Cristiano”, según este punto de vista, implica también buen
hacer artístico, ya que el arte se acerca a la Verdad a través de la estética.
Una mala biografía novelada de un santo sería una obra muy bienintencionada,
sin duda, pero no una gran novela cristiana. Y Al este del Edén no es la mala (aunque trepidante) novela que creía
Vargas Llosa, sino una producción
equiparable a las grandes del siglo XIX.
Se ha hablado de Caín y Abel y del hijo pródigo. Algo hay de
eso, incluso implícito en el título y en el nombre del protagonista, Adam
Trask. El mal parece triunfar sobre su hijo Cal mientras que el bien lo hace
sobre Aron, pero no todo es tan sencillo, por supuesto. Hay que contar con
condicionantes de todo tipo, como son las actitudes del padre hacie ambos, la
figura de la madre descarriada o las distintas sensibilidades de cada hermano
hacia el pecado.
Todo pecador es redimible… con su propia cooperación, y así
como Cathy, la madre, rechaza la gracia y se hunde conscientemente en el mal
hasta el fin, Cal se abre al perdón de su padre (Adam, pero también Dios,
aunque eso no se diga de modo explícito). Steinbeck,
por tanto, no cae en la herejía progresista que lanza sobre la sociedad o sobre
los genes toda la responsabilidad del mal: Cathy es responsable de su perdición
y Cal de su vuelta a la casa paterna, figuradamente hablando.
¿Y qué decir del chino Lee? De algún modo es la voz de la
eterna sabiduría, que está ahí y uno puede seguirla o no, y que (no es más que
un criado) no te va a forzar a hacerlo, aunque nunca abandone su solicitud por
la familia.
Y no me aventuro a decir más (por ejemplo, de otros
personajes como la familia Hamilton) porque ya digo que me separan cinco años
de su lectura. En todo caso, me pareció que, con este relato, Steinbeck estaba muy cerca de la fe
católica, si no la tenía ya.
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