16 enero 2022

La incógnita

Sorprende desde el principio La incógnita por su forma epistolar, sin preámbulos; modo que se mantiene a lo largo de todo el volumen incluyendo el quiebro final. Sorprende luego a medida que nos maliciamos que el destinatario de las cartas probablemente no tenga entidad real y se reduzca a ser un invento del propio Manuel Infante, que se escribe a sí mismo. El tal Infante le cuenta a Equis sus impresiones sobre la política (se ha metido a diputado) y, sobre todo, sobre los supuestos amores de la hija de su tío, por la que él también ha concebido una fuerte pasión. La “incógnita” sobre el amante de Augusta, que así se llama, permanece a lo largo de toda la correspondencia novelesca, sucediéndose los “sospechosos” a medida que Infante escucha las variopintas opiniones de sus conocidos. La historia se complica, y se hace más apremiante, cuando el sospechoso número uno, Federico Viera, un veterano vividor, es asesinado.

Pero la mayor sorpresa se reserva para el final, pues la única carta de respuesta de Equis es para decirle a Infante que todas sus cartas se han metamorfoseado en una novela titulada Realidad, que desvela al fin, y por encima de las opiniones más o menos mentirosas, la verdad del caso. Y es la cosa que Realidad existe como novela, y que al parecer (aún no la he leído) muestra, en efecto, el sucederse real de los hechos narrados en La incógnita. Se trata, pues, de dos novelas complementarias.

En conclusión: que, cuando me pregunten por el mejor novelista español del siglo XX (digo veinte) voy a mencionar a Benito Pérez Galdós, pues tan bien se le dan esos experimentos narrativos (juego con la realidad y la fantasía, con los puntos de vista…) que se suponen propios de la novela de la pasada centuria. Esto de plantear una misma historia primero a través de los ojos engañosos de sus protagonistas y luego según los hechos objetivos es de una audacia que no se la salta un Faulkner, y además tiene los méritos de afirmar una realidad objetiva, al contrario que nuestros escépticos contemporáneos, y de lograr una amenidad, a base de “gestionar”, como hoy se diría, la lengua coloquial de su tiempo, con la que parecen estar reñidos los prousts, joyces y faulkners.

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